Publicado el 04/01/99 en Atlántico Diario
La aparente superioridad masculina no deja de ser un instinto primitivo, un residuo evolutivo de nuestro cerebro varonil, algo que, con el paso del tiempo, se perderá en aras de la verdadera igualdad. Quizá todo esto ofenda a más de uno, pero hay que reconocer que la mayoría se siente absurdamente superior ante una mujer, aunque sea en el fondo, muy en el fondo. Porque, cuando ellas están delante, salvo la madre y las hijas ---que tienen la condición de sagradas---, ocurre algo parecido a lo del Doctor Jekyll y Mister Hyde: el hombre se transforma en una especie de ser poderoso, dotado de infabilidad, prepotente, iluminado por esa extraña luz de lo divino, que no de lo humano, incluso se siente más bello, incomparable, casi, casi, sublime.
Todo esto se manifiesta de diferentes maneras según el entorno, que, dicho sea de paso, habría que cambiar; de todos modos, hay una serie de denominadores comunes indiferentes a la condición social o nivel académico ---que no debe entenderse por educación---. Así, cuando pasa por la calle una mujer con la ropa ceñida, con ese tipo de ropa que marca el contorno anatómico, o con esa minifalda que no deja ver más allá de lo que se ve en la playa, el hombre sufre una convulsión interna, siente aumentar su temperatura corporal, su cerebro se bloquea, y, algunos, hasta se baban. Rápidamente, como un acto reflejo, la mira, pero, eso sí, de acorde con su educación: puede ser descaradamente, o por el rabillo del ojo, disimulando, pero, al fin y al cabo, siempre mira, y, si no es así, es que está ciego, se lo prohíben sus creencias, o tiene una alteración hormonal. Y, en el mejor de los casos, si es educado o no hay mucha confianza, negará la realidad, categóricamente, salvo con sus íntimos, con los que hará todo tipo de comentarios, como si hablara de una botella de gran reserva que espera el descorche. Su comportamiento es tan primitivo que se podría comparar a la llamada de la selva, cuando ruge esa fiera que llevamos escondida en nuestro interior, cuando está en celo, que, en el caso del hombre, es casi siempre. La mujer, en cambio, es un ser inteligente y calculador, mucho más preparada para la batalla psicológica que el hombre, quizá para compensar la diferencia de la fuerza bruta. Ella sabe muy bien cuáles son sus armas y la debilidad del contrario, y basta un cruce de piernas estratégico, un botón conscientemente desabrochado, o una mirada aparentemente perdida en el vacío, para doblegar la indiferencia del más sereno.
Hace muchos años, cuando todos veíamos la misma cadena de televisión, porque sólo había una ---no como ahora que hay demasiadas y todas ponen lo mismo---, en un programa presentado por José María Iñigo llevaron como invitada a una mujer, Esther Villar, autora de un libro que, en aquel entonces, levantó una gran polémica: «El Varón Domado»; quizá alguno de ustedes lo recuerde. Se trataba de un análisis del comportamiento entre el hombre y la mujer, y la obra estaba estructurada de tal manera que, al final, se podía sacar la conclusión de que el hombre es un juguete en manos de las mujeres, algo así como un animal de compañía. Ahora, al cabo de los años, después de observar la vida hacia atrás ---y, hacia los lados---, estoy casi convencido de ello ---el tiempo permite una mirada mucho más reflexiva del pasado que del presente---. Y, mientras la evolución no borre ese sentimiento primitivo ---que no el impulso---, y el hombre no ponga algo de su parte, la mujer nos seguirá viendo como primos hermanos de los orangutanes, de hecho, si todavía no estamos en las jaulas del zoológico, será porque nos necesitan para la perpetuidad de la especie; aunque, con los adelantos que se van produciendo, es posible que lleguemos a ser un animal en vías de extinción, pero, eso sí, muy viril, con un encanto verdaderamente irresistible.