Publicado el 26/02/99 en Atlántico Diario
Me dará usted la razón ---aunque públicamente lo niegue--- que el verdadero motivo de comenzar a leer estas líneas no ha sido el nombre del autor sino el título que las precede. El sexo es un tema que llama poderosamente la atención, hasta tal punto que es utilizado, en muchas ocasiones, como reclamo publicitario. Hace unos días, la segunda cadena le dedicó un extenso reportaje que analizaba los anuncios de los productos más cotidianos, esos que nos hacen creer imprescindibles para nuestras vidas y que acabamos comprando; y si no está convencido, pregúntese: ¿qué necesidad tiene de renovar su vestuario cuando el que tiene todavía está prácticamente nuevo?, ¿para qué quiere tener más de un televisor en casa ---sobre todo para lo que hay que ver---?, o, ¿por qué debe tomar zumo enlatado cuando puede esprimir usted mismo unas naranjas y, además, así sabe lo que realmente está bebiendo? Debemos reconocer que la publicidad ha invadido nuestras vidas, sin respetar siquiera nuestra intimidad, y, para conseguir sus fines, utiliza todo tipo de artimañas, incluidas las debilidades más primitivas y escondidas.
La mayoría de los anuncios que van dirigidos a los hombres nos los presentan envueltos en esa debilidad permanente, ese instinto que llevamos escondido en nuestro interior, ese monstruo guerrero que intentamos dominar para que no nos partan la cara: el sexo. Pero de todo esto, la que sale peor parada es la mujer, porque, en la inmensa mayoría de los casos, su cuerpo es el reclamo, el cebo que nosotros ---débiles e insaciables por naturaleza--- deseamos tragarnos. Es cierto que en los anuncios dirigidos a mujeres también se utiliza al hombre, pero en una abrumadora desproporción, porque los publicistas saben que la templanza es más propia de mujeres que de hombres, y a ellas las atacan con otras armas, igual de efectivas, aunque diferentes, porque también tienen sus flaquezas, que todo hay que decirlo.
Pero los verdaderos perjudicados con esta corriente publicitaria de sexo enmascarado son los más pequeños. Es habitual que en el medio de la programación infantil de televisión se incluyan anuncios con un cierto contenido sexual, cuando no ponen el avance de una escalofriante película nocturna llena de asesinatos, drogas y, cómo no, sexo. Mucho se ha criticado ---a menudo con bastante razón--- a los censores de épocas pasadas, sin embargo, es preciso reconocer que hemos pasado de un extremo al otro y ahora todo el mundo campa por sus fueros. Y, aunque el sexo no se manifieste de modo explícito, se juega con el doble sentido; la frase «¿quiere usted tener tres centímetros más?» es un ejemplo claro. Paises como Francia o Estados Unidos disponen de censores para evitar el abuso publicitario sobre el cliente final, sin represeión, pero evitando el abuso indiscriminado. De momento, aquí, en España, posiblemente por estar todavía reciente una época en la que todo se censuraba, estamos al libre albedrío de los que desean enriquecerse utilizando cualquier medio.
Y, mientras nadie pone freno a esta situación incontrolada, la publicidad va tomando posesión de nosotros, de un modo sutil, sin darnos cuenta. Si las cosas siguen así, dentro de poco ni siquiera utilizaremos el reloj, porque la publicidad ya se encarga de pautar nuestro tiempo. Ella nos avisa, con bastante antelación, por cierto, de la llegada de la primavera; y las navidades ya no comienzan en diciembre, sino cuando todavía estamos recogiendo los bartulos del veraneo. Incluso intentan convencernos de que nuestros cuerpos son una piltrafa por no tomar determinado yogur, como si se tratara de un elixir alquímico de la eterna juventud. Y, en este estado de cosas, se me ocurre pensar que deberían reestructurar el calendario de acuerdo con estas nuevas costumbres, las que imponen los anuncios, porque, al fin y al cabo, van mucho más en consonancia con nuestra realidad cotidiana que el calendario tradicional.